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Santa Vicenta María López Vicuña
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Aclaraciones * Mientras no se indique algo diferente, las narraciones de los Santos, han sido tomadas de la 4ta edición del "Año Cristiano" de Fray Justo Pérez de Urbel, publicada en 1951. (Ediciones FAX. Madrid, España) * Los santos canonizados en años posteriores, se tomarán de otras fuentes, y se irán añadiendo progresivamente al Santoral. Derechos Si alguien, reclamando los derechos legales de esta obra, o de las imágenes aquí utilizadas, desea que se suspenda su publicación, por favor diríjase a Correo HDV. |
SANTOS ARCÁNGELES MIGUEL, GABRIEL Y RAFAEL
San Miguel Arcángel, también patrono de la Asociación Hijos de la Divina Voluntad.
Fiesta 29 de septiembre
SAN MIGUEL ARCÁNGEL
Lucifer era hermoso; resplandecía entre los ángeles como el lucero de la mañana entre las estrellas; contemplábase y sonreía, y en los palacios del Cielo no le parecía que hubiese belleza semejante a la suya. Y en el vértigo de su endiosamiento levantó el estandarte de la rebelión contra el Rey universal, creador de todas las cosas. El Cielo se estremece con la primera lucha que ha habido en el mundo; escuadrones de ángeles se agrupan en torno del rebelde, deslumbrados por su hermosura maravillosa; parecía como si el Cielo fuese a quedar desierto, cuando bajo las bóvedas inmortales resonó una voz potente que decía: «Mi-ka-El.» Y a este grito: «¿Quién como Dios?», Satán y sus cohortes fueron arrojados al abismo y sumidos para siempre en las tinieblas infernales. De ángeles se convirtieron en demonios, de espíritus puros, brillantes, luminosos, en genios maléficos horribles, esclavos de la ira y de la iniquidad. La lucha prosigue en la tierra a través de los siglos. Vencido en el Cielo, Luzbel aspira a vengar su derrota en la tierra, oscureciendo la inteligencia de los hombres, poniendo estorbos en sus caminos y esforzándose por llevarles a participar de sus eternas desgracias. Pero el grito victorioso resuena siempre junto a él, y Miguel aparece blandiendo su espada flamígera, lanzando al combate las milicias angélicas e infundiendo la confianza en el pueblo de los servidores de Dios. Así nos habla la tradición, así nos lo enseña la Iglesia, así lo creen piadosamente los cristianos. Sin embargo, el nombre del arcángel guerrero aparece tarde en las Sagradas Escrituras. El primero que nos le revela es el profeta Daniel, contándonos una lucha amistosa y misteriosa que se desarrolla entre algunos de los espíritus celestes. El profeta se encuentra delante de un personaje que le anuncia el fin del cautiverio de Israel, y añade: «El jefe del reino de los persas me ha resistido durante veintiún días, y Miguel, uno de los príncipes más altos, ha venido en mi ayuda.» Unas líneas más abajo dice el mismo personaje: «Vuelvo ahora a combatir al jefe del reino de los persas, y he aquí que, en cuanto yo me aleje, se presentará el príncipe de Javán; y entre todos los príncipes, no hay más que uno de mi parte: es Miguel, vuestro jefe.» Esta visión nos muestra a los ángeles cumpliendo su misión de protectores de las naciones. No conociendo la voluntad de Dios, cada uno defiende los intereses de su pueblo. Se trata de la vuelta de los israelitas a su tierra. El ángel de Persia se opone. Es un combate de ideas. Tal vez los israelitas no han terminado de purgar sus pecados; tal vez su permanencia entre los vencedores pueda ser ventajosa para unos y para otros; tal vez la gente de Javán, es decir, los artistas, los filósofos y los pensadores griegos, estén interesados en relacionarse con los judíos de la cautividad. Miguel, jefe de los israelitas, «vuestro jefe», deshace todos los argumentos de sus adversarios y defiende la tesis de la liberación. La lucha continúa por espacio de veintiún días, hasta que, al conocer la voluntad de Dios, todos se inclinan ante ella. Esto, en el Antiguo Testamento. En el Nuevo, Miguel se constituye en defensor de otro pueblo escogido, del pueblo de los cristianos, que ha heredado todos los privilegios de la sinagoga. Es el ángel custodio de la Iglesia. San Juan nos describe una lucha formidable, distinta de aquella otra lucha que forma la primera gesta del arcángel, allá en la aurora de los mundos: «Hubo un combate en el Cielo; Miguel y sus ángeles combatían contra el dragón, y el dragón combatía al frente de los suyos, pero no pudieron vencer, ni hubo para ellos lugar en el Cielo.» No es aquel primer combate que precede a la aparición de los soles; Lucifer es ya Satán, es el dragón que sube del abismo; está lejos aquel día en que con su cola arrastró la tercera parte de las estrellas. Además, sobre los combatientes flota la figura de una mujer que da a luz y que es el símbolo de la Iglesia. Miguel es el defensor de los hijos de Dios contra las emboscadas del infierno, el que, siglo tras siglo, destruye las conjuraciones satánicas que amenazan la existencia de la Esposa de Jesucristo, el que distribuye los celestes mensajeros por el mundo y los hace llegar dondequiera que se libra un combate, o se necesita un esfuerzo, o peligra una idea, o está interesada la salud de un alma. Es el ángel de la Iglesia, como antes lo fue de la sinagoga. La Iglesia le ha reconocido oficialmente este título, llamándole «príncipe gloriosísimo, jefe de las milicias angélicas, prepósito del paraíso y arcángel poderoso, que se lanza al socorro del pueblo de Dios y le defiende en la lucha para que no perezca en el día del juicio». Entre los hebreos y entre los cristianos es el ángel de la lucha y la victoria, el guerrero magnífico que viste la cota deslumbrante y cubre con el casco su cabeza y empuña la espada con gesto de vencedor. El mundo cristiano ha visto siempre con simpatía esa bella figura del alado mancebo que hunde la lanza en las fauces del dragón infernal. Ella es como el recuerdo de su seguridad y el símbolo de la victoria del alma sobre el instinto; ella fue en otros días espléndida personificación de los ideales belicosos y caballerescos de la Edad Media, que fue la que creó este motivo artístico, nacido, como el culto de San Miguel, entre las rocas impresionantes de un monte italiano, el Gárgano, donde las gentes del siglo VI vieron al arcángel con la armadura de un general bizantino, y transmitido desde allí por las peregrinaciones a todos los talleres de miniaturistas, por los miniaturistas a los escultores de las catedrales, y por los escultores de las catedrales a los entalladores de los retablos renacentistas. Tal es la representación clásica de San Miguel, príncipe de los batallones celestes; pero hoy vamos dejando casi olvidado otro aspecto, que tiene en el arte un abolengo más lejano y en la piedad un sentido más profundo. San Miguel no es sólo en la tradición cristiana el debelador invencible de los poderes del mal, sino también el defensor compasivo y caballeresco de las almas. La epístola de San Judas nos le presenta disputando al ángel malo el cuerpo de Moisés en el monte Nebó, y en la vieja leyenda de la Asunción de María le vemos recogiendo el alma virginal de la Madre de Dios en el momento en que abandona este mundo: «¡Oh arcángel Miguel!—canta la Iglesia en una antífona—, a ti te ha dado Dios el principado de aquellos que tienen la misión de recoger las almas de los fieles.» Y en el Ofertorio de la misa de difuntos, que nos refleja el sentir de los primeros cristianos, leemos estas hermosas palabras: «Señor Jesucristo, Rey de la gloria, libra las almas de todos los fieles difuntos de las penas del infierno y del lago profundo; líbralas de la boca del león, a fin de que el tártaro no las devore, sino que el portaestandarte del Cielo, San Miguel, las introduzca en la mansión santa de la luz.» Fórmulas semejantes se encuentran en la liturgia antigua de España, expresión de las creencias de nuestros padres en la época visigótica. San Miguel «es el abogado que defiende las almas de los pueblos», el brillante portador de las oraciones, el fuerte que guarda nuestra entrada y nuestra salida, el que juzga a los ángeles malos y deshace sus planes perversos.» «Envíanos, Dios clemente—reza la antigua Iglesia española—a Miguel, príncipe de tus huestes, para que nos saque de la mano de nuestros enemigos y nos presente ilesos a Ti, nuestro Dios y Señor.» Pero la piedad de los españoles del siglo VII tenía una expresión con que resumía todas las facetas de este amable ministerio de San Miguel. Era el summus nuntius, el heraldo supremo, el embajador del paraíso. Su puesto en la teología cristiana recordaba al de Hermes en la mitología pagana. El mensajero de Yahvé suplantó al mensajero de Júpiter, recogiendo sus atribuciones, heredando su culto y arrojándole de sus santuarios. Muchas veces, sobre las ruinas de los templos de Mercurio, dios alado, surgieron las basílicas del alado vencedor de Luzbel. Y como los altares de Mercurio, los de San Miguel se levantaron en los montes. De esta manera, considerado ya como el celestial mensajero, San Miguel se convirtió en el psicagogo del cristianismo, en el conductor de los muertos, en el introductor de las almas a la presencia de Dios. Se le consagraban las capillas de los cementerios, se grababa su imagen en los sepulcros, y las cofradías de enterradores se ponían bajo su poderoso patrocinio. Este nuevo título daba al arcángel el derecho de intervenir en el juicio de los muertos, y el espíritu cristiano no tardó en expresar esta bella idea teológica con un tema artístico lleno de gracia e ingenuidad, que parecía una reviviscencia de viejas leyendas egipcias. Los artistas faraónicos habían representado sobre los muros de las necrópolis el momento de emoción en que, al pisar los umbrales de la eternidad, las almas eran pesadas ante un tribunal de los dioses. Esta imagen impresionante tiene un eco bíblico en aquella palabra que una mano desconocida escribió en la pared del palacio de Baltasar: Tecel. Has sido pesado, y vióse que no tenías el peso suficiente. Y, siguiendo la metáfora, decía San Juan Crisóstomo: «En aquel día nuestros pensamientos, nuestras palabras y nuestras acciones serán suspendidas de dos platillos, y, al inclinarse de un lado la balanza, determinará la sentencia irrevocable.» La idea quedó realizada en el arte desde el siglo VIII. Los Beatos españoles nos la representan con su característico realismo. Un ángel sostiene la balanza; es San Miguel; nos lo dice el letrero. Luzbel asiste a la escena, cumpliendo su oficio de acusador. Como sus alegatos resultan inútiles, intenta mover disimuladamente los platillos, pero el ángel le detiene con su lanza; y en pie, recogiendo elegantemente su manto, prosigue su delicada tarea. De esta suerte, con el tipo del guerrero se junta el ideal de la justicia, y San Miguel queda convertido en espejo del caballero andante, que si ha de ser galán, valiente, generoso e invencible en el combate, debe apreciar más aún su título de emperador de los débiles, desfacedor de entuertos, defensor de la justicia y escudo de la inocencia. SAN RAFAEL ARCÁNGEL
Pongamos al frente de estas páginas el año 700. Por esa época sucedió la bella historia que nos cuenta la Biblia. Seis o siete siglos antes de Jesucristo, en Nínive reinaba Salmanasar, y una parte del pueblo de Israel gemía ya desterrada en las llanuras del Tigris y del Eufrates. Entre los demás estaba Tobías, un buen israelita de la tribu de Neftalí, hombre temeroso de Dios, pagador de los diezmos, observador de la ley, y, sobre todo, enterrador infatigable de aquellos de sus correligionarios que morían en la cautividad. Esto último atrajo sobre él la persecución del rey de Nínive. A duras penas pudo evitar la muerte; pero desde entonces, en el hogar del piadoso hebreo se vivía en una continua ansiedad, que pronto se aumentó con una nueva desgracia. Una tarde, Tobías, fatigado de andar en busca de los cuerpos de sus correligionarios, se sentó a la puerta de su casa, y al poco rato dejóse vencer del sueño. Mientras dormía, arrullado por chirridos de golondrinas, el estiércol de las aves cayó sobre sus párpados, produciéndole una inflamación que le apagó la luz de los ojos. —Mira lo que sacas de esas obras de caridad—le decían sus amigos. Y hasta su mujer se reía de él y le injuriaba. El pobre viejo, triste, lleno de años y de pesadumbres, pensó únicamente en morir; llamó a su hijo, que llevaba su mismo nombre, le dio sabios consejos y, buen judío al fin, le dijo que en Rages, allá en el corazón de la Persia, tenían un pariente, llamado Gabelo, que les debía diez talentos de plata. —Mira, hijo mío—decía el anciano—, ahí tienes el recibo; cógele y corre a buscar lo que es tuyo. No tardes, porque ya soy viejo. —Todo lo haré como dices—respondió el joven—; pero lo veo muy difícil, porque ni sé el camino, ni conozco a ese nuestro deudor. —No importa—replicó el viejo—; puede acompañarle algún hombre inteligente y fiel, a quien, después que cobres el dinero, compensarás debidamente sus servicios. Un poco preocupado, el joven Tobías salió en busca de algún amigo, y he aquí que se encuentra de manos a boca con un mancebo hermosísimo, que tenía bien ceñido el manto, como si se dispusiese a caminar. —Buenos días, joven—le dijo—; ¿cómo por aquí? —Pues, mira—contestó el desconocido—; mi traje te lo puede decir. —¿Hebreo, a juzgar por tu lenguaje? —Sí; uno de los hijos de Israel. —¿Y conoces, acaso, el camino que lleva a la tierra de los medos? —No sólo le conozco, sino que le he recorrido muchas veces; y allí, en el extremo de la frontera montañosa donde se asienta Rages, tengo un buen huésped y amigo que se llama Gabelo, el comerciante. Estas noticias llenaron de contento al joven Tobías. Había tal sinceridad en el rostro del extranjero, tal poder de sugestión en sus palabras, que no dudó un solo instante de que había encontrado el compañero providencial para su largo viaje. Le hizo entrar en casa, le presentó a sus padres, y todos celebraron el encuentro inesperado. Para tranquilizar a los viejos y asegurarles de sus servicios, aquel joven simpático quiso dar a conocer mejor su personalidad. —Sin duda habréis oído hablar del grande Ananías—les dijo—; pues yo soy su hijo Azarías. Quedaos tranquilos, que yo guiaré a este muchacho en esa larga peregrinación y le traeré incólume a la paz del hogar. Con esto, el anciano Tobías abrazó a su hijo y despidió a los jóvenes, no sin haberles recordado los peligros que debían precaver: furia de fieras, seducción de mujeres, sorpresas de ladrones, y, sobre todo, ritos idolátricos de las gentes. Al notar el vacío que dejaba en casa la ausencia de su hijo, se quedó algo triste; pero no perdía la serenidad. En cambio, su mujer no cesaba de llorar y atormentarle con sus reproches. —¡Maldito dinero!—decía—; mejor era que no te acordaras de él, si iba a ser para privarnos del báculo de nuestra vejez. —Sosiégate, mujer—respondía él, imperturbable—. Estoy persuadido de que nuestro hijo volverá, puesto que, a mi ver, el ángel bueno de Dios le acompaña. Entre tanto, los dos jóvenes caminaban hacia el noroeste con toda felicidad. Tras ellos iba un perro pequeño que no quiso separarse del joven Tobías. Los primeros días anduvieron bordeando la corriente del Tigris, sobre el cual la ciudad de Nínive, capital de los asirios, estaba construida. Caminaba el ninivita completamente satisfecho y libre de sus primeras zozobras. La presencia de su amigo le llenaba de valor. Era un guía experto, un intérprete seguro y un corazón valiente para arrostrar todos los peligros. A veces el mancebo pensaba que había en él algo sobrenatural: ni le cansaba el camino, ni le importaban las dificultades, ni le amedrentaban los peligros. Muchas veces, Tobías se salvó gracias a la experiencia de aquel improvisado compañero. Un día se acercó a la orilla del Tigris para lavarse los pies, cansados y llenos de polvo, cuando vio un pez terrible que venía hacia él: —¡Que me traga, que me traga!—gritó, dirigiéndose a su acompañante. Este sonrió tranquilo, y dijo al joven: —Cógele de las agallas y sácale a tierra. Tobías obedeció, y no le costó poco trabajo traer el monstruo a la ribera. —Ahora—ordenó Azarías—saca el cuchillo, destrípale y guarda el corazón, el hígado y la piel, pues son medicinas muy provechosas. Subieron a una barca para cruzar el río, caminaron después por la llanura, se internaron luego entre montes poblados de robles; allí se oían rugidos de leones y aullidos de panteras, hasta que en un valle espacioso apareció a su vista Ecbatana, la ciudad populosa de las siete murallas de distintos colores, orgullo y fortaleza de los medos. —¿Conoces aquí alguna posada de confianza?—preguntó Tobías. —Algo mejor—respondió su compañero—; conozco un hebreo bueno y rico, de tu misma tribu, que debe ser algo pariente tuyo. Se llama Raguel. —He oído hablar de él a mi padre; por cierto que tiene una hija, según dicen, hermosísima, pero muy desgraciada. —Pues esa muchacha tiene que ser tuya, y con ella toda su hacienda. Turbóse Tobías al oír estas palabras. Conocía toda la tragedia de la hija de Raguel y de los siete jóvenes que la habían pedido en matrimonio y habían sido muertos por un demonio envidioso antes de acercarse a ella. —No temas tú—le dijo Azarías, adivinando su pensamiento—. Los que así murieron sólo pensaban en los excesos de la lujuria, como si estuviesen faltos de razón. Tú no tienes que temer; te llegarás a ella armado de la oración y la mortificación, quemarás el corazón del pez que mataste en el Tigris, y así harás huir al genio del mal. En la casa de Raguel tuvo lugar una gran sorpresa. Desde que vio a los viajeros, le vino al huésped un extraño presentimiento. —¿Sabes—dijo a su mujer—que este chico se parece mucho a mi familia? Después, volviéndose a los recién venidos, les preguntaba: —¿Podríais decirme de dónde sois? —Somos de la tribu de Neftalí, de los hebreos cautives en Nínive. —Entonces conoceréis a Tobías, mi hermano—repuso el judío de Ecbatana. —Este joven—respondió Azarías—es su hijo. Estas palabras causaron una explosión de alegría. —Entrad, entrad—decía Raguel, alborozado. E introduciendo a los caminantes en una habitación adornada de tapices y de alfombras les hizo sentar sobre mullidos cojines; entró después una muchacha, y Raguel presentó a su hija, que se llamaba Sara, como la mujer de Abraham. Vinieron esclavas con bandejas y jarras de plata, lavaron los pies de Tobías y Azarías, los ungieron de aceite y arrojaron perfumes sobre su cabeza. Sara, Raguel y su mujer lloraban de alegría, y Raguel daba órdenes a la servidumbre y decía: «Pronto, matad el chivato mejor cebado, calentad el horno, sacad la vajilla de plata y traed el vino viejo de las viñas de Engaddi.» Pasaron las horas sin pensar. Tobías hablaba de Nínive, de la ceguera de su padre, de las peripecias del camino, y así llegó el momento de la cena. Estaban ya sentados a la mesa los dos jóvenes cuando Tobías se levantó y dijo gravemente, dirigiéndose a su tío: —No probaré bocado si antes no me concedes lo que te voy a pedir. —Y ¿qué es ello?—preguntó Raguel. —Que me des por esposa a tu hija—respondió Tobías, poniéndose colorado como una amapola. —No puedo, hijo mío—replicó Raguel, pálido y tembloroso. Y empezó a contar la historia terrible que había costado tantas lágrimas a la familia. Afortunadamente, Azarías disipó todos los temores; aseguró que él se encargaba de romper todos los lazos del enemigo, y ya tranquilo el padre, tomó la mano de Sara, la puso sobre la diestra de Tobías y pronunció estas palabras: «El Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob sea con vosotros; que Él os junte y se cumpla en vosotros su bendición.» Luego se hizo la carta de matrimonio, en la cual Azarías suscribió, sin duda, como testigo. Pero el joven ninivita no se olvidaba del objeto de su viaje. Al día siguiente llamó a su amigo y le dijo: —Hermano mío, te voy a pedir un nuevo favor. Aunque me entregase a ti como esclavo, no te pagaría lo que te debo. —Habla, hombre, y déjate de cumplidos—replicó Azarías. —He pensado que mientras nosotros disponemos las bodas, tú vayas a Rages a cobrar el dinero; de esta manera no sufrirán tanto con la ausencia los pobres viejos. —Precisamente era una idea que yo iba a proponerte—dijo su guía. Y preparando los camellos, caminó hacia el Oriente, acompañado de cuatro esclavos de Raguel. Cuando estuvo de vuelta trayendo los diez talentos, los festejos nupciales duraban todavía. Fue preciso poner fin a ellos para pensar en el viaje de vuelta. Raguel fue generoso: dio a Tobías la mitad de su hacienda, le entregó a su hija Sara y les despidió. Entre tanto, los padres de Tobías empezaban a impacientarse; la madre, sobre todo, lloraba día y noche sin consuelo. Diariamente, al caer la tarde, salía al camino para ver si llegaba aquel hijo de su alma que tantas lágrimas le estaba costando. AI fin, una tarde, empinada en un montecillo, divisó dos viajeros: «Sí, ellos son; su andar, no cabe duda»; así dijo, y corriendo a su marido, le da la esperada noticia. Aún estaba hablando, cuando llega el perro jadeante, moviendo la cola y subiéndose cariñoso a las barbas del viejo. Éste se levanta, corre a tientas hasta la puerta, vacila y cae en los brazos de su hijo. Aquel hogar, que era un templo de Yahvé, se llena de alegría. Untado con la hiel del pez, el anciano recobra la luz de sus ojos. Vuelve a ver a su hijo; ve a su nuera Sara, que llega algo más tarde con un mundo de esclavos, esclavas, rebaños y camellos, cargados de joyas, tapices, muebles y vestidos. Estallan los himnos de gratitud al Dios bueno, que no abandona a los que esperan en Él, y Tobías no tiene palabras con que alabar los servicios de su providencial compañero. —¿Qué podremos darle por ellos?—pregunta el anciano. —Ofrecedle la mitad de nuestra hacienda—responde el joven Tobías—, aunque toda ella sería bien poco para lo que se merece. Llaman al mancebo, le ofrecen la mitad de sus bienes, y llega el momento de la revelación. —Gracias—les dice él—, pero yo no soy quien vosotros pensáis. Comía con vosotros y obraba como un hombre, pero mi comida es un alimento invisible. Yo soy el ángel Rafael, uno de los siete que asistimos delante de Dios. Vosotros bendecid a Yahvé, porque os ha mirado con misericordia. Dicho esto, desapareció, y por espacio de tres horas, Tobías y su hijo, postrados en tierra, adoraron y ensalzaron la providencia de Dios. |
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