Estaba haciendo mi giro en el Fiat divino y, ¡oh, cómo suspiro que ningún acto se me escape de lo que ha hecho, tanto en la creación cuanto en la redención. Me parece que algo me falta si todo lo que ha hecho, yo no lo reconozco, no lo amo, no lo beso, no me lo estrecho al corazón como si fuera mío; y la Divina Voluntad quedaría como inconforme si quien vive en ella no conociera todos sus actos, y no encontrara en todo lo que ha hecho el pequeño "te amo" de aquel a quien tanto ama, y por quien no hay cosa que no haya hecho para ella.
Entonces me puse a seguir el momento en el que el Niño Celestial se encontraba en Egipto, en el acto en que daba sus primeros pasos; yo besaba sus pasos, ponía mi "te amo" a cada paso que daba, y le pedía los primeros pasos de su Voluntad para todas las generaciones humanas. Yo buscaba seguirlo en todo. Si oraba, si lloraba, le pedía que su Voluntad animara todas las oraciones de las criaturas, y que sus lágrimas regeneraran la vida de su Fiat en la familia humana.
Mientras estaba atenta a seguirlo en todo, el pequeño Rey Niño, visitando mi pobre alma, me dijo:
«Hija de mi Voluntad, ¡Qué contento soy cuando la criatura no me deja solo! La siento que corre por detrás, adelante, en todos mis actos.
Ahora bien, tú debes saber que mi exilio en Egipto no fue sin conquistas. Cuando llegué a la edad de aproximadamente tres años, desde nuestro pequeño tugurio escuchaba a los niños que jugaban y gritaban en medio del camino, y yo, pequeño cual era, salía en medio de ellos.
En cuanto me veían corrían a mi alrededor, y todos a cual más, se querían poner cerca de mí, porque era tanta mi belleza, el encanto de mi mirada, la dulzura de mi voz, que se sentían cautivados a amarme; por eso me hacían fiesta a mi alrededor y me amaban tanto que no podían separarse de mí.
También yo amaba a estos niños, y como el amor cuando es verdadero busca darse a conocer, y no sólo esto, sino dar lo que puede hacer feliz en el tiempo y en la eternidad, a estos niños yo les di mi primera prediquita, adaptándome a su pequeña capacidad; más aún que poseyendo la inocencia me podían entender mas fácilmente. Ahora, ¿quieres escuchar cuál fue mi prédica? Yo les decía:
" Niñitos míos, escúchenme. Yo los amo muchísimo y quiero darles a conocer su origen. Miren el cielo; allá arriba tienen a un Padre Celestial que los ama muchísimo; y los ama tanto, que no se conforma con ser su Padre en el cielo, de guiarlos, de crearles un sol, un mar, una tierra florecida para hacerlos felices, sino que amándolos con un amor exuberante quiso descender en vuestros corazones, formar su palacio en el fondo de vuestra alma haciéndose dulce prisionero de cada uno de ustedes; pero, ¿para hacer qué? Para dar vida a vuestro pálpito, respiro y movimiento. De manera que si ustedes caminan, él camina en vuestros pasos, se mueve en vuestras manitas, habla en vuestra voz. Y mientras caminan y se mueven, ya que él los ama muchísimo, se los estrecha, los abraza y los lleva como triunfante, porque ustedes son sus amados hijos.
¡Cuántos besos y abrazos escondidos no les da nuestro Padre Celestial! Y ustedes, porque estar distraídos, no han hecho que se encuentren sus besos con el suyo, y vuestros abrazos con su abrazo paternal, y él ha quedado con el dolor de que sus hijos no lo han ni abrazado ni besado.
Ahora, mis amados niños, ¿saben qué quiere de ustedes este Padre Celestial? Quiere ser reconocido en ustedes, que reconozcan que él tiene su morada en el centro de sus almas; y como él les da todo y no hay cosa que él no les dé, quiere su amor en todo lo que hagan. ¡Ámenlo! Que el amor no se aparte jamás de vuestros corazoncitos, de vuestros labios, de vuestras obras, de todo, y esto será el alimento exquisito que darán a su paternidad.
Él los ama muchísimo y quiere ser amado. Nadie puede llegar a amarlos como él los ama; tan es verdad que ustedes tienen también a un padre terrenal, pero, ¡qué diferente es su amor al amor del Padre Celestial! El padre terrenal no los sigue siempre, no vigila sus pasos, no duerme junto a ustedes, ni palpita en sus corazones, y si se caen ni siquiera se da cuenta. En cambio, el Padre Celestial no los deja nunca; si están por caer, les da la mano para no dejarlos caer; si duermen, los vigila; y también si juegan y hacen impertinencias, está con ustedes y conoce todo lo que hacen. Por eso, ¡ámenlo muchísimo, muchísimo! "
Y encendiéndome aún más les decía: "¡Denme la palabra de que lo amarán siempre, siempre! Digan junto conmigo: 'te amamos, Padre nuestro que estas en los cielos, te amamos, Padre nuestro que resides en nuestros corazon es'"
Hija mía, al decirles esto, los niños se conmovían, otros quedaban arrobados, había quienes se estrechaban tan fuerte a mí que ya no me querían dejar, yo les hacía sentir la vida palpitante de mi Padre Celestial en sus corazoncitos, y ellos se alegraban, hacían fiesta, porque ya no tenían a un Padre lejano, sino en el propio corazón, y yo, para reafirmarlos y darles la fuerza para separarse de mí, los bendecía, renovando sobre aquellos niños nuestra fuerza creadora, invocando la potencia del Padre, la sabiduría de mí, Hijo, y la virtud del Espíritu Santo; y les decía: "Vayan y luego regresarán", y así se iban.
Y luego regresaban los otros días, pero casi como una turba, una multitud de niños que se ponían a espiar cuando iba a salir, y para ver lo que yo hacía en nuestro tugurio. Y cuando yo salía me aplaudían, me hacían fiesta, gritaban tanto que mi Madre salía a la puerta para ver lo que sucedía y, ¡oh, cómo quedaba cautivada al ver a su pequeño Hijo hablar con tanta gracia a aquellos niños, que se sentía estallar el corazón de amor!; y veía en ellos las primicias de mi vida en la tierra, porque de estos niños que me escucharon ninguno se perdió.
El conocer que tenían a un Padre en sus corazones fue como una prenda para poder poseer la patria celestial, para amar a aquel Padre que estaba también en el cielo. Hija mía, esta prédica que yo, pequeño Niño, hacía a los niños de Egipto, era el fundamento, la sustancia de la creación del hombre. Ella contiene la doctrina más necesaria, la santidad más alta, hace surgir el amor en cada instante para que el Creador y la criatura se amen.
¡Qué dolor al ver tantas pequeñas vidas que no conocen la vida de un Dios en sus almas! Crecen sin paternidad divina, como si estuvieran solos en el mundo; no sienten ni conocen cuánto son amados; ¿cómo pueden amarme? Por lo tanto, quitando el amor, el corazón se endurece, la vida se embrutece, y ¡pobre juventud! se entrega en los brazos de los más graves delitos. Este es un dolor para tu Jesús y quiero que sea un dolor para ti, para que ores por tantos, para que enseñen que estoy en sus corazones, que amo y que quiero ser amado.»