Fue el cuarto obispo de Roma, entre los años 92 y 101, después de San Pedro, San Lino y San Anacleto. Gozó de grande fama en la antigüedad cristiana, a pesar de no conservarse más que una de sus obras: La Carta a los Corintios, que escribió en el año 96, y que la Iglesia siríaca la consideró canónica.
En su carta a los corintios exhala en ella piedad y bondad, y logra sus fines: Reconciliar a los fieles de Corinto (Grecia) con sus pastores. Es el primer documento en el que se ve a la Iglesia romana intervenir con autoridad en los asuntos de otra Iglesia. Dos puntos importantes se destacan en este escrito: el primero es la exhortación a los cristianos de Corinto contra la envidia y los celos, recomienda la humildad y la obediencia, y remite a los modelos del Antiguo Testamento; el segundo punto es la exposición del orden querido por Dios para la Iglesia, que estaba prefigurado ya en el Antiguo Testamento y establecido para nosotros por Cristo y los apóstoles. Habla de la jerarquía eclesiástica y muestra la necesidad de estar sometidos a la autoridad de los presbíteros.