En 351, subió al trono Imperial Juliano, sobrino de Constantino.
El obispo San
Marco de Aretusa lo había salvado
de la matanza de la familia imperial, ordenada
por Constancio, tío de Juliano. No obstante, en el 362, Juliano hizo encarcelar a
su salvador y bienhechor San Marco de Aretusa, quien fue azotado, le arrancaron las barbas
y luego lo expusieron, desnudo y untado con miel, a los ardores del sol y las picaduras de
los insectos.
De joven le habían forzado a abrazar el cristianismo y llego a recibir algunas ordenes en la Iglesia de Antioquía. En Atenas se educó con filósofos paganos y se inició secretamente en el culto de Mitra -el dios del sol entre los persas-, a la par que crecía en su corazón el odio hacia la religión del matador de su familia.
Apenas en posesión del trono renegó públicamente de la fe católica y quiso borrar la señal de su bautismo con la infame ceremonia del Tauróbolo. Esta ceremonia propia de los cultos idolátricos de oriente, consistía en que encima de una fosa, cubierta de tablas agujeradas, se inmolaba un toro; el sacerdote o el que pretendía purificarse, se colocaba en el fondo de la fosa, despojado de todo vestido y la sangre del toro degollado le chorreaba por todo el cuerpo, al salir de la fosa, iba todo cubierto de sangre, y así lo creía todo purificado.
Juliano abrió de
nuevo los templos paganos; excluyó a los cristianos de
los empleos públicos; cerró las escuelas cristianas; prohibió a los
fieles litigar ante los tribunales. Hasta se rebajó escribiendo sátiras para
burlarse de los libros sagrados.
Por otra parte procuró copiar las instituciones cristianas de caridad, así como la organización del clero que quiso inútilmente imponer a los sacerdotes paganos.
Intentó oponerse a
Cristo N. S.,
a quien llamaba por burla el "Galileo", y
emprendió la reconstrucción del templo de Jerusalén. Están
acordes los historiadores tanto paganos como cristianos en referir que un viento
violentísimo acompañado de un fuerte terremoto y de llamas misteriosas
dispersó todos los materiales y que murieron muchos operarios sin que se pudiera
llevar a cabo tan sacrílega reconstrucción. Vanos fueron los esfuerzos de
Juliano: ya lo asechaba la muerte. Pereció en una guerra contra los Persas. Los
Historiadores cristianos dicen que, herido mortalmente, el desgraciado príncipe
recogió la sangre que manaba de la llaga y, arrojándola contra el cielo
exclamó: "Venciste Galileo".